El río es un elemento muy importante en Berlin. El Spree atraviesa todo Berlin desde el oeste al este de la ciudad, siendo navegable en la mayoría de sus tramos. Éste surca varias de las zonas más representativas de Berlin, ramificándose hasta llegar al Bundestag, atravesar el Tiergarten, y dar forma a lugares tan hermosos para la vista como la Isla de los Museos. Sobre él están montados varios negocios: transporte de algunas mercancías, rutas turísticas, etc. Pero lo más importante es que se trata de un río vivo. Pasaremos rápido por el invierno, estación en la que el río llega a congelarse en la parte más superficial, indicándote que a la mañana siguiente te vas a cagar cuando digas de tirar para el trabajo. Es en verano cuando la vida del río parece efervescer.
Cuando sale el sol, la gente se agolpa en sus dos orillas para tomarse algo, tocar la guitarra, comer, cenar, o simplemente para observar. Son decenas los bares, discotecas, terrazas, etc. que se agolpan a la orilla del río. Y cada vez que es posible, una playa artificial se apodera del terreno, ofreciendo al personal tumbonas, chiringuito, redes de voley, y en algunos casos escenarios en los que se celebran conciertos y festivales con bastante frecuencia. Eso sí, de bañarse nada, que el agua está más negra que el tizón, y de temperatura no me quiero ni imaginar.
Con la noche sigue la función. La muchachada acude a los cientos de spätis turcos para cargar sus mochilas con cervezas que luego disfrutarán a la orilla del río. Si hay suerte, en una de las tumbonas que quedan libres, y en las que nadie te dice nada por ocupar. También eran bastante comunes los bailes. El más famoso: el del bar Theatre. Decenas de personas se juntaban frente al museo Bode para bailar bachata, salsa, merengue, y yo qué sé más. Desde el puente de Reinhardstr. se podía gozar del espectáculo en el que, a pesar de la dudosa calidad de los participantes, lo que de verdad importaba era la jarana y el pasarlo bien. De fondo, los museos iluminados, las vías del tren y la Torre de la Televisión.
Pero sin duda mi recuerdo del río está más cercano al final de mi estancia en Berlin. Aún habiendo cientos de trozos de orilla más preciosos, mi preferido era uno que estaba a mitad de camino entre mi última casa y mi trabajo. Un punto en el que parecía que cuatro ríos confluían como si de los rayos de un sol naciente se tratara. Allí mismo me detuve varias veces a mirar, a relajar los ojos después de tantas horas de ordenador, a comer y a tomar el sol cuando Cristina hacía menú de tupperware, y donde hice una barbacoa con Paco, Laura, Sandra, Maya, Pilar y su novio --de cuyo nombre obviamente no me acuerdo-- en uno de los simulacros de mi despedida.
Cuando sale el sol, la gente se agolpa en sus dos orillas para tomarse algo, tocar la guitarra, comer, cenar, o simplemente para observar. Son decenas los bares, discotecas, terrazas, etc. que se agolpan a la orilla del río. Y cada vez que es posible, una playa artificial se apodera del terreno, ofreciendo al personal tumbonas, chiringuito, redes de voley, y en algunos casos escenarios en los que se celebran conciertos y festivales con bastante frecuencia. Eso sí, de bañarse nada, que el agua está más negra que el tizón, y de temperatura no me quiero ni imaginar.
Con la noche sigue la función. La muchachada acude a los cientos de spätis turcos para cargar sus mochilas con cervezas que luego disfrutarán a la orilla del río. Si hay suerte, en una de las tumbonas que quedan libres, y en las que nadie te dice nada por ocupar. También eran bastante comunes los bailes. El más famoso: el del bar Theatre. Decenas de personas se juntaban frente al museo Bode para bailar bachata, salsa, merengue, y yo qué sé más. Desde el puente de Reinhardstr. se podía gozar del espectáculo en el que, a pesar de la dudosa calidad de los participantes, lo que de verdad importaba era la jarana y el pasarlo bien. De fondo, los museos iluminados, las vías del tren y la Torre de la Televisión.
Pero sin duda mi recuerdo del río está más cercano al final de mi estancia en Berlin. Aún habiendo cientos de trozos de orilla más preciosos, mi preferido era uno que estaba a mitad de camino entre mi última casa y mi trabajo. Un punto en el que parecía que cuatro ríos confluían como si de los rayos de un sol naciente se tratara. Allí mismo me detuve varias veces a mirar, a relajar los ojos después de tantas horas de ordenador, a comer y a tomar el sol cuando Cristina hacía menú de tupperware, y donde hice una barbacoa con Paco, Laura, Sandra, Maya, Pilar y su novio --de cuyo nombre obviamente no me acuerdo-- en uno de los simulacros de mi despedida.
La verdad es que entre los parques y el Spree, Berlín parece un jardín infinito repleto de rincones mágicos.
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